Texto: Luis Garau Villalonga | @GarauLuis | Corresponsal Joyride Europa
Cuando era niño acostumbraba a pasar mucho tiempo en casa de mis abuelos. Siendo una familia grande, la edad entre el tío más joven y el sobrino más mayor era muy reducida, por lo que solía pasar buenos ratos. Sin embargo, hay una franja de edad en la que siete años es una diferencia muy notable, así que en ciertas ocasiones no podía acompañar a mis tíos en actividades tan inocentes como ver una terrible serie de televisión del tipo Los Serrano. Durante esos ratos, me aislaba en una habitación de la casa y con esfuerzo trataba de elegir entre Volver al Futuro y Queen: Live at Wembley Stadium.
Aunque el número de veces que he visionado el clásico de Spielberg parece indicar lo contrario, la mayoría de veces optaba por poner el VHS de Queen. Ahí fue donde descubrí la música y al gran Freddie Mercury. En mi inocencia, aquello era algo grandioso; la espectacularidad de ese concierto es legendaria, y la cantidad de público que lo presenciaba era algo casi inconcebible para un chaval que no llegaba a la década de vida. Durante al menos cinco años creo que no escuché más de tres grupos, entre los cuales Queen sobresalía tanto en calidad como en número de canciones en mi biblioteca.
Para entonces, Freddie Mercury debía llevar casi diez años muerto, pero para mí acababa de comenzar la leyenda. Cuando cumplí los 13 años me compré con el dinero que iba ahorrando de mis pagas, o lo que fuese, el Greatest Hits, donde se recopilaban muchos de los temas que de pequeño me habían fascinado en directo. Al poco tiempo estaba ya rallado y me despertaba noche tras noche con Crazy Little Thing Called Love sonando en bucle. Esto me llevó a, con 14 años, robar un ejemplar de A Night At The Opera, el disco con el que probablemente empecé a desentrañar el ‘Universo Queen’ de forma más madura. Al poco tiempo, recibí por Navidad mis propios ejemplares, ya en DVD, de Live at Wembley Stadium y Live at The Bowl. El objetivo era acabar recopilando toda su discografía en formato físico, proyecto que aunque no haya cumplido, tampoco olvido.
Un pequeño panfleto que compré, junto a otro idéntico referente a los Beatles, me mostró la realidad de una banda que, viendo sus actuaciones en directo a tan corta edad, no había intuido. Me refiero a la ajetreada vida, no solo sexual, de Freddie y también de los buenos de Brian, John y Roger, que parecían no haber roto un plato en su vida. A mi aún temprana edad esto fue un gran descubrimiento, un haz de luz que repentinamente me iluminaba décadas pasadas aún desconocidas para mí. Los vaivenes de la vida y de las hormonas, no obstante y como es natural, acabaron por encender mi curiosidad musical y, tras años de ensimismamiento, abrí los oídos a nuevas experiencias que por fortuna me alejaron de esa monomanía en que se había convertido Queen. Tanto fue así que, hace poco, me pusieron a prueba pinchando canciones aleatorias de la banda para que yo las averiguara durante los primeros segundos. Sobra decir que el juego no fue como yo esperaba y fue un duro mazazo a mi orgullo de fan.
A pesar de todo, uno siempre vuelve a Queen de vez en cuando, y resulta tan enriquecedor como la primera vez. Recién cumplidos 24 años desde la muerte del gran Freddie, el icono musical de mi infancia, no puedo sino volver una vez más a escuchar, como mínimo, A Night At The Opera. Cuando empieza a sonar el furioso riff de Death On Two Legs, el porqué de mi temprana adicción ya no resulta ningún misterio para mí.
